martes, 24 de septiembre de 2013

Prólogo


Hace 7 años

El mundo parecía enorme.

O al menos lo era desde mi joven punto de vista.

Tenía 10 años y me encontraba sentada en un columpio del parque, meciéndome felizmente a merced del viento.

Trataba lo más que podía de ignorar al resto de los niños que gritaban a mi alrededor.

Sentí a mi mamá  empujar mi columpio un poco más fuerte.

Chillé de alegria.

Me gustaba la sensación del aire chocando contra mi rostro.

Libertad.

El momento me sabía a libertad.

—Vamos a comer, que se nos hace tarde en regresar—dijo mi mamá después de unos minutos.

A regañadientes me bajé del columpio y la seguí a las mesas de picnic.

Se nos unió José y Alma, mis vecinos que habían venido conmigo y mi mamá a comer sandwiches después de disfrutar de los juegos que había allí. Ellos eran hermanos. Y los tres éramos mejores amigos.

Alma era dos años mayor que yo, tenía 12 años, y José tenía 11 años, era un año mayor que yo.

Él era algo así como mi primer amor, nos conocíamos desde que estábamos en pañales, éramos inseparables.

Mi mamá pensaba que era prácticamente imposible que no nos enamoráramos en algún momento pero yo creía que solo lo decía para molestarme porque nunca me atrevería a admitir mis sentimientos por José en voz alta.

Él se sentó a mi lado y me arrebató el sandwich que estaba a punto de morder.

Supongo que mi cara le debió de haber resultado graciosa porque una risa contenida llenó todo el aire. Era la estúpida risa que el tarado de José hacía cuando se moría de gusto por haberme hecho molestar.

Por venganza y algo más  mordí su mano tan fuertemente que él la retiró lloriqueando miserablemente. Me giré para verlo a la cara.

—Nunca me vuelvas a meterte con mi comida, idiota—susurré completamente furiosa.

Él se agarró su mano, mirándola y descartándola inmediatamente, dejándola caer a un lado.

—Esa no es la forma de hablar de una niña—contestó José mirándome con el ceño fruncido.

—No me importan los tontos prejuicios tuyos, hablo como sea que quiera, además ustedes hablan siempre así—le recordé haciendo pucheros completamente indignada.

Él y su hermana Alma tenían un colorido vocabulario que ennorgullecería a un marinero.

—Pero nosotros somos grandes y tu eres una niña pequeña y entrometida.

—¡No soy entrometida! — grité y le saqué la lengua. Acto seguido lo pateé en la espinilla.

José soltó un gruñido que me recordó al que hacen los perros justo cuando están… a punto de… morder. Ese pensamiento me llevó a la realidad recordándome que a José no le gusta que le pegue.

—No gruñas como un perro, me harás que ría a carcajadas y luego te convertirás en el ogro que me grita que “no le pegue cada vez que me de la gana porque no es correcto y tú eres hombre y blablablá…” no quiero tu sermón tan temprano en la mañana.

Bajé la mirada apenada, sintiendo mis mejillas enrojecer ante la mirada que nos dirigía mi mamá, lo que me hiso enojar, recordándome lo tímida que soy. Pasaron los segundos y tuve que mirarlo de reojo para ver que le ocurría y lo que vi me hiso enrojecer más.

José me miraba de la misma manera en que yo lo hago cuando algo me enternece y ese era uno de los raros momentos en que conseguía que me viera realmente por quién soy.

—Cuidado—susurré de manera que pareciera como si estaba contando un secreto, y también para que ni mi entrometida madre ni su chismosa hermana nos escucharan.

—¿Cuidado de qué? — respondió confuso.

—Cuidado de ti—me incliné de lado para estar más cerca de su oído—si vas por el mismo camino al que te guía tu mirada, dejarás de ser el ogro gruñón de mis historias y podrías ser el protagonista dulce y tierno.

Y por primera vez en la vida hice lo que nunca me había atrevido a hacer.

Ese día, llevada por lo que mi tierno e inocente corazón me dictaba, acerqué mis labios a la mejilla de José, el mejor amigo gruñón que tanto adoraba. Y un momento después de separarme le ofrecí una tímida sonrisa, temiendo que estuviera enojado por mi arrebato.

Mi querido ogro gruñón me miraba incrédulo, y lo único que pensaba fue que sabía que lo perfecto de mi historia siempre sería que mi primer beso fuera con él.

Aparté la mirada como si nada hubiera ocurrido.

—¡Auxilio! ¡Por favor, que alguien me ayude! —gritó a lo lejos una señora— ¡Mi niño, me han robado a mi niño!

Pude ver a lo lejos a unas mujeres agarrar a sus hijos y abrazarlos fuertemente contra ellas, como si eso puediera evitar que corrieran la misma mala suerte del niño que habían robado.

Algunas personas más llamaban a la policia y otras se alejaban de allí con sus hijos.

—Vamonos de aquí—exigió mi mamá tomando mi mano apretadamente.

En tiempo record guardamos las cosas y José, Alma, mi mamá y yo regresamos a nuestra casa en silencio. Todo el tiempo mi mamá tomó mi mano en la suya y no la soltó.

Yo no salía el shock.

Ese día fue la primera vez que vi cometerse un delito.

Ese día fue solo un desencadenante porque ese y muchos más robos de niños comenzaron a suceder.

Eran la noticia que no salía en las noticias, pero era de lo que todo el mundo hablaba.

Algunos niños fueron recuperados, otros más se encontraron muertos, y muchos no volvieron a verse…

A partir de ese día un miedo se instaló permanentemente en mí, cambiandome irremediablemente. Convirtiéndome en otra persona, alguien que no reconocía cuando me miraba al espejo.

Desde entonces puedo ver lo que cambió,el miedo se reflejaba en mi mirada y ante el menor ruido saltaba asustada.

Yo no era la misma. Ni tampoco lo eran las mamás de los niños desaparecidos a lo largo del tiempo. La gente no volió a ser la misma. Era obvio que un suceso así cambiaría a la nación.

Y así fue.

México comenzó a verse con otros ojos.

Un país donde los delitos se cometían a la luz del día.

Un país donde el miedo estaba en cada habitante, haciendonos más cautelosos en el día a día.

El miedo, se hiso un fiel amigo en mí.

Me destrozó y me fortaleció… el miedo se apoderó del corazón de alguien como yo, una pequeña e inocente niña de 10 años.

¿Dónde estaba la justicia en ello?

¿Dónde estaba Dios que permitió que cosas así sucedieran?

Son preguntas que creí que nadie podría contestar sinceramente, porque la gente siempre intentaría justificar a Dios diciendo que él es sabio, o justificaria a las autoridades diciendo que no se podía esperar nada más de ellas.

México era un país de justificaciones…

¿Y yo? Era una fiel justificadora…

“Adáptate o muere” decía mi abuelo…
Y yo decidí adaptarme…mezclarme entre el montón sin hacerme notar…porque nada bueno pasaba cuando llamabas la atención.

No hay comentarios:

Publicar un comentario