Hace 7 años
El
mundo parecía enorme.
O
al menos lo era desde mi joven punto de vista.
Tenía
10 años y me encontraba sentada en un columpio del parque, meciéndome
felizmente a merced del viento.
Trataba lo más que podía de
ignorar al resto de los niños que gritaban a mi alrededor.
Sentí a mi mamá empujar mi columpio un poco más fuerte.
Chillé de alegria.
Me gustaba la sensación del aire
chocando contra mi rostro.
Libertad.
El momento me sabía a libertad.
—Vamos a comer, que se nos hace tarde
en regresar—dijo mi mamá después de unos minutos.
A regañadientes me bajé del
columpio y la seguí a las mesas de picnic.
Se nos unió José y Alma, mis
vecinos que habían venido conmigo y mi mamá a comer sandwiches después de
disfrutar de los juegos que había allí. Ellos eran hermanos. Y los tres éramos
mejores amigos.
Alma era dos años mayor que yo,
tenía 12 años, y José tenía 11 años, era un año mayor que yo.
Él era algo así como mi primer
amor, nos conocíamos desde que estábamos en pañales, éramos inseparables.
Mi mamá pensaba que era
prácticamente imposible que no nos enamoráramos en algún momento pero yo creía
que solo lo decía para molestarme porque nunca me atrevería a admitir mis
sentimientos por José en voz alta.
Él se sentó a mi lado y me arrebató
el sandwich que estaba a punto de morder.
Supongo que mi cara le debió de
haber resultado graciosa porque una risa contenida llenó todo el aire. Era la
estúpida risa que el tarado de José hacía cuando se moría de gusto por haberme
hecho molestar.
Por venganza y algo más mordí su mano tan fuertemente que él la retiró
lloriqueando miserablemente. Me giré para verlo a la cara.
—Nunca me vuelvas a meterte con mi
comida, idiota—susurré completamente furiosa.
Él se agarró su mano, mirándola y
descartándola inmediatamente, dejándola caer a un lado.
—Esa no es la forma de hablar de
una niña—contestó José mirándome con el ceño fruncido.
—No me importan los tontos
prejuicios tuyos, hablo como sea que quiera, además ustedes hablan siempre así—le
recordé haciendo pucheros completamente indignada.
Él y su hermana Alma tenían un
colorido vocabulario que ennorgullecería a un marinero.
—Pero nosotros somos grandes y tu
eres una niña pequeña y entrometida.
—¡No soy entrometida! — grité y le
saqué la lengua. Acto seguido lo pateé en la espinilla.
José soltó un gruñido que me
recordó al que hacen los perros justo cuando están… a punto de… morder. Ese
pensamiento me llevó a la realidad recordándome que a José no le gusta que le
pegue.
—No gruñas como un perro, me harás
que ría a carcajadas y luego te convertirás en el ogro que me grita que “no le
pegue cada vez que me de la gana porque no es correcto y tú eres hombre y
blablablá…” no quiero tu sermón tan temprano en la mañana.
Bajé la mirada apenada, sintiendo
mis mejillas enrojecer ante la mirada que nos dirigía mi mamá, lo que me hiso enojar,
recordándome lo tímida que soy. Pasaron los segundos y tuve que mirarlo de
reojo para ver que le ocurría y lo que vi me hiso enrojecer más.
José me miraba de la misma manera
en que yo lo hago cuando algo me enternece y ese era uno de los raros momentos
en que conseguía que me viera realmente por quién soy.
—Cuidado—susurré de manera que
pareciera como si estaba contando un secreto, y también para que ni mi
entrometida madre ni su chismosa hermana nos escucharan.
—¿Cuidado de qué? — respondió
confuso.
—Cuidado de ti—me incliné de lado
para estar más cerca de su oído—si vas por el mismo camino al que te guía tu
mirada, dejarás de ser el ogro gruñón de mis historias y podrías ser el
protagonista dulce y tierno.
Y por primera vez en la vida hice
lo que nunca me había atrevido a hacer.
Ese día, llevada por lo que mi
tierno e inocente corazón me dictaba, acerqué mis labios a la mejilla de José,
el mejor amigo gruñón que tanto adoraba. Y un momento después de separarme le
ofrecí una tímida sonrisa, temiendo que estuviera enojado por mi arrebato.
Mi querido ogro gruñón me miraba
incrédulo, y lo único que pensaba fue que sabía que lo perfecto de mi historia
siempre sería que mi primer beso fuera con él.
Aparté la mirada como si nada
hubiera ocurrido.
—¡Auxilio! ¡Por favor, que alguien
me ayude! —gritó a lo lejos una señora— ¡Mi niño, me han robado a mi niño!
Pude ver a lo lejos a unas mujeres
agarrar a sus hijos y abrazarlos fuertemente contra ellas, como si eso puediera
evitar que corrieran la misma mala suerte del niño que habían robado.
Algunas personas más llamaban a la
policia y otras se alejaban de allí con sus hijos.
—Vamonos de aquí—exigió mi mamá
tomando mi mano apretadamente.
En tiempo record guardamos las
cosas y José, Alma, mi mamá y yo regresamos a nuestra casa en silencio. Todo el
tiempo mi mamá tomó mi mano en la suya y no la soltó.
Yo no salía el shock.
Ese día fue la primera vez que vi cometerse
un delito.
Ese día fue solo un desencadenante
porque ese y muchos más robos de niños comenzaron a suceder.
Eran la noticia que no salía en
las noticias, pero era de lo que todo el mundo hablaba.
Algunos niños fueron recuperados,
otros más se encontraron muertos, y muchos no volvieron a verse…
A partir de ese día un miedo se
instaló permanentemente en mí, cambiandome irremediablemente. Convirtiéndome en
otra persona, alguien que no reconocía cuando me miraba al espejo.
Desde entonces puedo ver lo que
cambió,el miedo se reflejaba en mi mirada y ante el menor ruido saltaba
asustada.
Yo no era la misma. Ni tampoco lo
eran las mamás de los niños desaparecidos a lo largo del tiempo. La gente no
volió a ser la misma. Era obvio que un suceso así cambiaría a la nación.
Y así fue.
México comenzó a verse con otros
ojos.
Un país donde los delitos se
cometían a la luz del día.
Un país donde el miedo estaba en
cada habitante, haciendonos más cautelosos en el día a día.
El miedo, se hiso un fiel amigo en
mí.
Me destrozó y me fortaleció… el
miedo se apoderó del corazón de alguien como yo, una pequeña e inocente niña de
10 años.
¿Dónde estaba la justicia en ello?
¿Dónde estaba Dios que permitió
que cosas así sucedieran?
Son preguntas que creí que nadie
podría contestar sinceramente, porque la gente siempre intentaría justificar a
Dios diciendo que él es sabio, o justificaria a las autoridades diciendo que no
se podía esperar nada más de ellas.
México era un país de
justificaciones…
¿Y yo? Era una fiel justificadora…
“Adáptate o muere” decía mi
abuelo…
Y yo decidí adaptarme…mezclarme
entre el montón sin hacerme notar…porque nada bueno pasaba cuando llamabas la
atención.
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