¿Por qué esto me pasaba a mí?
¿Qué había hecho para merecer
esto?
Me preguntaba tantas cosas que
seguramente jamás obtendrían respuesta alguna. Mi mente bailaba en un merengue
estremecedor que me dejaba sintiéndome mareada.
—¿Qué…qué quieres decir con que
José está en su…casa? —pregunté en un susurro temeroso.
¿En qué mierda estaba metida?
Estúpido José.
Estúpido Italiano.
Espera…él no se llama italiano…él
es italiano pero tiene un nombre. Un jodido nombre del que no tenía
conocimiento.
—Espera… ¿Cómo rayos te llamas?
—pregunté con un tono de voz demasiado alto.
Si estaba en un hospital, ¿Dónde
mierda estaban las enfermeras…rayos, los doctores?
El sexi italiano solo me miró
divertido.
Su diversión me estaba empezando
a incomodar…es decir, mierda, no era su maldito juguete como para divertirlo a
cada hora del día. Era un loco, eso es lo que era. Un sexi loco, eso no lo
podía negar.
—…Ross—concluyó el italiano
sacándome de mi ensoñación.
Mierda. Se me estaba haciendo
costumbre ignorarlo tremendamente.
—¿Qué dijiste? —pregunté
estúpidamente.
Tenía una idea clara de lo que él
podría pensar de mí. Rayos, yo misma pensaba que me faltaban algunos tornillos
en la cabeza.
El italiano negó con la cabeza y
se rió gustosamente a mis costillas.
—Te dije que me llamo Stefano
Baricco Ross.
Stefano. Baricco. Ross.
Mierda…eso era sexi.
¿Ahora qué debía decir?
—Bueno…no puedo decir que es un
placer conocerte, Stefano. Pero mi nombre es…
—Soledad Pérez—concluyó por mí.
Entrecerré los ojos en su
dirección.
Estúpido José, seguro él le había
dicho todo sobre mí.
Pero esto no se quedaría así.
Maldición, le arrancaría los ojos en cuanto lo tuviera frente a mí, luego,
probablemente le patearía las pelotas hasta que el miserable no pudiera tener
hijos…o una erección.
Sí. José estaba prácticamente
muerto.
—¿Me escuchaste, bella? —dijo
Stefano.
Hijo de la gran…
Tenía que dejar de hacer esto.
Nunca había sido una persona
distraída, ¿Por qué lo era ahora?
—No—admití sintiendo mis mejillas
sonrojarse.
—Te dije que la operación fue un
éxito y en un par de días te dejarán salir—explicó.
Mi rostro se iluminó de alegría.
Sería libre.
Me largaría en cuanto pudiera de
aquí.
—Genial, ¿No me puedo ir antes?
—pregunté.
Stefano me miró divertido.
¿Cuál era la gracia?
—¿Qué…qué ocurre? —pregunté
dudosa queriendo apartarme como el infierno de rápido de él.
Era un peligro andante para las
mujeres.
Especialmente para mí.
—Realmente, ¿Crees que te
dejaremos ir sin más? —dijo con incredulidad.
Ahora estaba segura que él
pensaba que algunas de mis neuronas habían muerto repentinamente.
—Mmm…sí, ¿Dejaron ir a José, no
es así?
Asintió con la cabeza.
—Se fue porque hicimos un
trato—explicó con lástima.
Mi mundo se puso al instante
patas arriba.
José había sido en algún momento
mi mejor amigo, pero con los años se había corrompido debido a sus malas
amistades, el alcohol y las drogas. No era más que un pandillero de mala muerte,
lo sabía y aun así le había dado una oportunidad de recuperar nuestra amistad.
Había sido lo suficientemente
tonta para creer que aún había algo bueno en él. No lo había. Era un idiota. Un
imbécil. Era un puto delincuente que me había vendido, estaba segura.
Ni siquiera se me antojaba
recordar todos esos años en que lo vi crecer y convertirse en escoria.
—¿Qué clase de trato? —pregunté
miserablemente.
Su lástima se incrementó.
—Él se va…tú te quedas—respondió
finalmente después de un tenso silencio.
Asentí.
Debía de actuar con coherencia.
—¿Y yo qué demonios tengo que ver
en esto? —comencé a decir civilizadamente. ¡Al carajo con la decencia! — ¿Dime
qué puta mierda tengo entre ustedes? Hijo de puta, soy una maldita persona con
derechos y no un jodido objeto que se puede intercambiar. Maldición, José no
tiene ningún derecho sobre mí.
Para el momento en que terminé de
gritar había conseguido hacer que Stefano se alejara de mí y se parara en el
centro de la habitación. Me miraba como si creyera que estaba loca. Me miraba
con lastima.
—¡Hijo de la gran puta, no me
mires así! Dios mío, eres un hombre patético, ¿Lo sabías? Bueno, me das asco y
ni siquiera te conozco.
Su cuerpo se tensó y pude ver que
se contenía por responder a mis gritos con más gritos.
Gruesas lágrimas se derraman de
mis ojos pero las ignoro. Me niego a admitir lo patética que soy en ese
momento.
Un pequeño dolor punzante se hiso
presente en mi costado pero lo ignoré.
—¿Y sabes qué más? Nunca, nunca
pensé que podría conocer a un hombre que me provocara tanto asco con su sola
presencia. Pensé que algunas mujeres exageraban, pero ahora me doy cuenta que
esas náuseas que siento en este momento no tiene nada que ver con mi salud y
todo que ver con tu patética presencia.
Antes de que pudiera darme
cuenta, un furioso Stefano se cernía sobre mí, apretando dolorosamente mis
brazos. Todo su cuerpo de presionaba contra el mío.
—Dime, bella, ¿Esto te da asco?
—gruñó antes de estrellas sus labios contra los míos.
Su boca tomó posesión de la mía y
no podía hacer nada para detenerlo.
En algún momento mordí su lengua,
podía sentir el sabor metálico de su sangre, pero no se detuvo. Algunos
sollozos se escapan de mí cuando podía emitir un sonido sin que su boca me lo
impidiera.
Sus manos habían soltado mis
brazos.
Su boca se apartó de la mía,
dejando el sabor de su sangre en mí.
Sus ojos brillaban de una manera
que no podría describir, no sabía si era furia, pasión, enojo, lujuria o
victoria, lo que mostraba su mirada.
Lo peor de todo no era su control
sobre mí, lo peor era cómo vibraba mi cuerpo por sus besos. Eso era lo peor.
No, no importaba que estuviera
secuestrada a su merced, eso no importaba en absoluto. El problema era mi
estupidez, la manera en que respondía a su cercanía. Había mentido, no me daba
asco, él no me provocaba en absoluto náuseas, era todo lo contrario.
—¿Vas a golpearme? ¿Te gusta
forzar mujeres, porque eso te hace más hombre? Eres patético—escupí con saña.
Si antes no estaba segura, ahora
lo estaba, la furia ardía en sus ojos.
Tomó una lenta respiración y se
apartó de mí, maldiciendo por lo bajo hasta por los codos.
Sus ojos me recorrieron
lentamente y se detuvieron en mi abdomen, frunció el ceño con preocupación y me
miró con culpa y reclamo. Llamó a una enfermera y se sentó en una silla en una
esquina de la habitación, viéndome fijamente y en silencio.
Estaba confundida.
Dirigí la mirada a mi abdomen,
donde una de esas batas de hospital cubría mi cuerpo. Una pequeña mancha de
sangre sobresalía de la tela azul.
Me sentí palidecer.
Joder.
Odiaba la sangre.
Odiaba todo. Odiaba saber que
tenía unos puntos cerrando la herida de la cirugía.
—No me importa lo que digas, ni
lo que pienses, ni siquiera si te doy asco, porque tendrás que aguantarte y ser
inteligente. Harás esto por las buenas o por las malas, tú lo decides, pero tu
destino ya está decidido. Por mí—explicó Stefan con voz calmada justo antes de
que entrara la enfermera.
Me había lastimado un punto pero
no era nada grave.
Quería irme, quería dejar esa tonta
habitación de hospital.
La enfermera era terriblemente
empalagosa y cuando el manipulador de Stefan le explicó que estaba histérica
porque le tenía miedo a las agujas y a las operaciones, la tonta enfermera no
dudó en ponerme un sedante para que durmiera.
Hasta ese momento no había notado
la intravenosa que tenía y rápidamente la volví a ignorar.
Minutos después sentí el efecto
del sedante.
Estaba por quedar jodidamente
dormida.
—¿Qué harás conmigo? —balbuceé a
Stefan.
—Nada malo.
—¿Cuál es tu definición de malo?
—cuestioné dudosa.
Su risa inundó la habitación,
había vuelto a ser el encantador mafioso italiano que me hacía sentir…embobada.
—Mejor que no te la explique
ahora—dijo con diversión.
OK.
Mis parpados se sentían cada vez más pesados.
—¿Con honestidad, qué pasará?
—insistí.
—No pienses lo que estás
pensando, no serás prostituida ni asesinada. Demonios, lo que sea que piense tu
dura cabeza. Estarás a salvo, no dejaré que nada ocurra, pero si quieres vivir,
deberás de seguir mis consejos.
—¿Cuál es tu plan, Ross?
—Nos casaremos—dijo
sencillamente—es la mejor manera de ponerte a salvo.
Así de sencillo, era como: “Hey,
se me antoja comer un pastel…voy a comprarlo”. Así como así, sería su esposa o
un cadáver.
La segunda opción era tentadora.
No tanto como la primera, eso era
como la tentación de Eva.
Él era mi tentación, lo quisiera
o no, una tentación que era pecado, un pecado que me mandaría directa al
infierno con pase VIP.
Mis ojos se cerraron y no podía
discutir, estaba perdiendo la conciencia por las jodidas drogas de la
enfermera.
Mi último pensamiento fue:
¿Mantenerme a salvo de quién? ¿Quién podría ser más peligroso que él?
No hay comentarios:
Publicar un comentario