martes, 24 de septiembre de 2013

Capítulo 4

¿Por qué esto me pasaba a mí?
¿Qué había hecho para merecer esto?
Me preguntaba tantas cosas que seguramente jamás obtendrían respuesta alguna. Mi mente bailaba en un merengue estremecedor que me dejaba sintiéndome mareada.
—¿Qué…qué quieres decir con que José está en su…casa? —pregunté en un susurro temeroso.
¿En qué mierda estaba metida?
Estúpido José.
Estúpido Italiano.
Espera…él no se llama italiano…él es italiano pero tiene un nombre. Un jodido nombre del que no tenía conocimiento.
—Espera… ¿Cómo rayos te llamas? —pregunté con un tono de voz demasiado alto.
Si estaba en un hospital, ¿Dónde mierda estaban las enfermeras…rayos, los doctores?
El sexi italiano solo me miró divertido.
Su diversión me estaba empezando a incomodar…es decir, mierda, no era su maldito juguete como para divertirlo a cada hora del día. Era un loco, eso es lo que era. Un sexi loco, eso no lo podía negar.
—…Ross—concluyó el italiano sacándome de mi ensoñación.
Mierda. Se me estaba haciendo costumbre ignorarlo tremendamente.
—¿Qué dijiste? —pregunté estúpidamente.
Tenía una idea clara de lo que él podría pensar de mí. Rayos, yo misma pensaba que me faltaban algunos tornillos en la cabeza.
El italiano negó con la cabeza y se rió gustosamente a mis costillas.
—Te dije que me llamo Stefano Baricco Ross.
Stefano. Baricco. Ross.
Mierda…eso era sexi.
¿Ahora qué debía decir?
—Bueno…no puedo decir que es un placer conocerte, Stefano. Pero mi nombre es…
—Soledad Pérez—concluyó por mí.
Entrecerré los ojos en su dirección.
Estúpido José, seguro él le había dicho todo sobre mí.
Pero esto no se quedaría así. Maldición, le arrancaría los ojos en cuanto lo tuviera frente a mí, luego, probablemente le patearía las pelotas hasta que el miserable no pudiera tener hijos…o una erección.
Sí. José estaba prácticamente muerto.
—¿Me escuchaste, bella? —dijo Stefano.
Hijo de la gran…
Tenía que dejar de hacer esto.
Nunca había sido una persona distraída, ¿Por qué lo era ahora?
—No—admití sintiendo mis mejillas sonrojarse.
—Te dije que la operación fue un éxito y en un par de días te dejarán salir—explicó.
Mi rostro se iluminó de alegría.
Sería libre.
Me largaría en cuanto pudiera de aquí.
—Genial, ¿No me puedo ir antes? —pregunté.
Stefano me miró divertido.
¿Cuál era la gracia?
—¿Qué…qué ocurre? —pregunté dudosa queriendo apartarme como el infierno de rápido de él.
Era un peligro andante para las mujeres.
Especialmente para mí.
—Realmente, ¿Crees que te dejaremos ir sin más? —dijo con incredulidad.
Ahora estaba segura que él pensaba que algunas de mis neuronas habían muerto repentinamente.
—Mmm…sí, ¿Dejaron ir a José, no es así?
Asintió con la cabeza.
—Se fue porque hicimos un trato—explicó con lástima.
Mi mundo se puso al instante patas arriba.
José había sido en algún momento mi mejor amigo, pero con los años se había corrompido debido a sus malas amistades, el alcohol y las drogas. No era más que un pandillero de mala muerte, lo sabía y aun así le había dado una oportunidad de recuperar nuestra amistad.
Había sido lo suficientemente tonta para creer que aún había algo bueno en él. No lo había. Era un idiota. Un imbécil. Era un puto delincuente que me había vendido, estaba segura.
Ni siquiera se me antojaba recordar todos esos años en que lo vi crecer y convertirse en escoria.
—¿Qué clase de trato? —pregunté miserablemente.
Su lástima se incrementó.
—Él se va…tú te quedas—respondió finalmente después de un tenso silencio.
Asentí.
Debía de actuar con coherencia.
—¿Y yo qué demonios tengo que ver en esto? —comencé a decir civilizadamente. ¡Al carajo con la decencia! — ¿Dime qué puta mierda tengo entre ustedes? Hijo de puta, soy una maldita persona con derechos y no un jodido objeto que se puede intercambiar. Maldición, José no tiene ningún derecho sobre mí.
Para el momento en que terminé de gritar había conseguido hacer que Stefano se alejara de mí y se parara en el centro de la habitación. Me miraba como si creyera que estaba loca. Me miraba con lastima.
—¡Hijo de la gran puta, no me mires así! Dios mío, eres un hombre patético, ¿Lo sabías? Bueno, me das asco y ni siquiera te conozco.
Su cuerpo se tensó y pude ver que se contenía por responder a mis gritos con más gritos.
Gruesas lágrimas se derraman de mis ojos pero las ignoro. Me niego a admitir lo patética que soy en ese momento.
Un pequeño dolor punzante se hiso presente en mi costado pero lo ignoré.
—¿Y sabes qué más? Nunca, nunca pensé que podría conocer a un hombre que me provocara tanto asco con su sola presencia. Pensé que algunas mujeres exageraban, pero ahora me doy cuenta que esas náuseas que siento en este momento no tiene nada que ver con mi salud y todo que ver con tu patética presencia.
Antes de que pudiera darme cuenta, un furioso Stefano se cernía sobre mí, apretando dolorosamente mis brazos. Todo su cuerpo de presionaba contra el mío.
—Dime, bella, ¿Esto te da asco? —gruñó antes de estrellas sus labios contra los míos.
Su boca tomó posesión de la mía y no podía hacer nada para detenerlo.
En algún momento mordí su lengua, podía sentir el sabor metálico de su sangre, pero no se detuvo. Algunos sollozos se escapan de mí cuando podía emitir un sonido sin que su boca me lo impidiera.
Sus manos habían soltado mis brazos.
Su boca se apartó de la mía, dejando el sabor de su sangre en mí.
Sus ojos brillaban de una manera que no podría describir, no sabía si era furia, pasión, enojo, lujuria o victoria, lo que mostraba su mirada.
Lo peor de todo no era su control sobre mí, lo peor era cómo vibraba mi cuerpo por sus besos. Eso era lo peor.
No, no importaba que estuviera secuestrada a su merced, eso no importaba en absoluto. El problema era mi estupidez, la manera en que respondía a su cercanía. Había mentido, no me daba asco, él no me provocaba en absoluto náuseas, era todo lo contrario.
—¿Vas a golpearme? ¿Te gusta forzar mujeres, porque eso te hace más hombre? Eres patético—escupí con saña.
Si antes no estaba segura, ahora lo estaba, la furia ardía en sus ojos.
Tomó una lenta respiración y se apartó de mí, maldiciendo por lo bajo hasta por los codos.
Sus ojos me recorrieron lentamente y se detuvieron en mi abdomen, frunció el ceño con preocupación y me miró con culpa y reclamo. Llamó a una enfermera y se sentó en una silla en una esquina de la habitación, viéndome fijamente y en silencio.
Estaba confundida.
Dirigí la mirada a mi abdomen, donde una de esas batas de hospital cubría mi cuerpo. Una pequeña mancha de sangre sobresalía de la tela azul. 
Me sentí palidecer.
Joder.
Odiaba la sangre.
Odiaba todo. Odiaba saber que tenía unos puntos cerrando la herida de la cirugía.
—No me importa lo que digas, ni lo que pienses, ni siquiera si te doy asco, porque tendrás que aguantarte y ser inteligente. Harás esto por las buenas o por las malas, tú lo decides, pero tu destino ya está decidido. Por mí—explicó Stefan con voz calmada justo antes de que entrara la enfermera.
Me había lastimado un punto pero no era nada grave.
Quería irme, quería dejar esa tonta habitación de hospital.
La enfermera era terriblemente empalagosa y cuando el manipulador de Stefan le explicó que estaba histérica porque le tenía miedo a las agujas y a las operaciones, la tonta enfermera no dudó en ponerme un sedante para que durmiera.
Hasta ese momento no había notado la intravenosa que tenía y rápidamente la volví a ignorar.
Minutos después sentí el efecto del sedante.
Estaba por quedar jodidamente dormida.
—¿Qué harás conmigo? —balbuceé a Stefan.
—Nada malo.
—¿Cuál es tu definición de malo? —cuestioné dudosa.
Su risa inundó la habitación, había vuelto a ser el encantador mafioso italiano que me hacía sentir…embobada.
—Mejor que no te la explique ahora—dijo con diversión.
OK.
Mis parpados se sentían  cada vez más pesados.
—¿Con honestidad, qué pasará? —insistí.
—No pienses lo que estás pensando, no serás prostituida ni asesinada. Demonios, lo que sea que piense tu dura cabeza. Estarás a salvo, no dejaré que nada ocurra, pero si quieres vivir, deberás de seguir mis consejos.
—¿Cuál es tu plan, Ross?
—Nos casaremos—dijo sencillamente—es la mejor manera de ponerte a salvo.
Así de sencillo, era como: “Hey, se me antoja comer un pastel…voy a comprarlo”. Así como así, sería su esposa o un cadáver.
La segunda opción era tentadora.
No tanto como la primera, eso era como la tentación de Eva.
Él era mi tentación, lo quisiera o no, una tentación que era pecado, un pecado que me mandaría directa al infierno con pase VIP.
Mis ojos se cerraron y no podía discutir, estaba perdiendo la conciencia por las jodidas drogas de la enfermera.
Mi último pensamiento fue: ¿Mantenerme a salvo de quién? ¿Quién podría ser más peligroso que él?

No hay comentarios:

Publicar un comentario