REENCUENTRO
Mi segundo año de
universidad.
Estaba por iniciar otro
año más en la universidad.
Ni siquiera podía
creérmelo.
Había pasado poco más de
un año desde que había visto a Gabriel por última vez. Un año desde que lo
abandoné sin más explicación que una carta que me había llevado horas escribir.
Podía recordar lo asustada
que estaba.
La señora Brooks llevaba
enferma casi un año en aquel entonces, con un cáncer que la consumía
rápidamente.
No había podido continuar
viéndola morir.
Tanto como amaba a
Gabriel, él estaría a su lado hasta el último suspiro de aire. Yo no podía
estar presente.
Ella había sido como una
segunda madre para mí.
La conocía a ella y a
Gabriel desde que tenía uso de razón.
Él y yo habíamos asistido
al mismo kínder, a la misma primaria, a la misma secundaria…y habíamos hecho huelga y
berrinches por días con nuestros padres para que nos inscribieran en la misma
preparatoria.
Después de eso teníamos
planeado asistir a la misma universidad.
Compartir departamento.
Vivir juntos. Salir juntos. Ser completamente locos y borrachos juntos.
Íbamos a experimentar de todo juntos, como siempre habíamos hecho.
No podía recordar mi vida
sin él en ella.
En el kínder, en mi primer
día de clases, había llorado y pataleado pidiendo a gritos a mi mamá. La
maestra había tratado de calmarme y le había aventado un libro a su cabeza.
Desde entonces me dejó hacer mi berrinche hasta que me resignara a que estaría
allí, sin mi mamá, de ese día en adelante.
Yo me había sentado en una
esquina, rodeando mis piernas con mis brazos y recargando mi barbilla en las
rodillas. Me quedé viendo a todos, nadie lloraba y me miraban raro.
Fue entonces cuando un
niño de cabello negro y ojos grises se levantó de su asiento y caminó hacia mí.
Se sentó a mi lado mirándome fijamente con esos ojazos color plata líquida.
———
¿Por qué lloras? ——me había preguntado.
Lo
miré largamente, no segura de sí responder o no.
Algo
en él me hacía confiar.
———
Lloro porque estoy sola——respondí con un susurro.
Frunció
el ceño y tomó mi mano con la suya.
Sosteniéndola
apretadamente.
———
No estás sola…me tienes a mí——contestó con una reconfortante sonrisa.
Entre
lágrimas e hipidos le regresé la sonrisa. Estaba segura que entonces tenía el
rostro rojo e hinchado, pero él aun así me había visto como si fuera un ángel.
Desde
entonces nos habíamos sentado juntos durante el kínder.
Él
me defendía de los brabucones.
Yo
mantenía alejadas a las chiquillas que le sonreían, sí, incluso entonces él era
malditamente guapo. Incluso siendo un niño.
Él
se había comido el almuerzo que yo no quería y me daba a cambio el suyo.
Compartíamos
todo. Chicles, sí, asqueroso, lo sé. Apretones de mano, nuestro fiel juramento,
con saliva en ellas. Dulces. Chocolates. Juguetes.
Él
y yo éramos inseparables.
Él
siempre jugaba conmigo y soportaba mis estúpidas muñecas.
Yo
aprendí a jugar luchas con él.
Yo
decía que él era mi esposo. Él me seguía la corriente.
Incluso
en una época soportó mi etapa de jugar a las casitas, con bebé y todo. Fue
entonces, hace 12 años, cuando ambos teníamos 6 años, que nos dimos nuestro
primer beso. Había sido un tierno beso de labios juntados por menos de un
segundo, y había sido terriblemente asqueroso en aquel entonces. Juramos nunca
besarnos ese día.
Pero
los juramentos están para romperse, ¿No es así?
Porque
en cada ocasión que podía él me robaba esos tiernos besos durante seis años,
hasta que descubrió que era más placentero mantener nuestros labios unidos por
más tiempo.
Fue
una divertida y extraña experiencia cuando comenzamos a imitar esos besos de
telenovela. Él sabía a las enchiladas que había comido antes, y había sido
incómodo al principio.
Sí,
con la práctica, los besos habían mejorado hasta convertirse en ardientes besos
que nos dejaban pidiendo por más y con los labios irritados.
Él
nunca había dejado de besarme.
La
frente. La mejilla. La nariz. La barbilla. La oreja. Los labios. El cuello.
Él
había ido agregando partes de mí que besaba con frecuencia conforme pasaban los
años.
Desde
el primer día de primaria, él había declarado ser mi novio, nuestros padres se
reían y disfrutaban de invitarse mutuamente cada día a comer a sus casas para
que él y yo nos calláramos con eso de que queríamos seguir jugando.
Ya
no tenía miedo del primer día de clases, porque cada día él me llevaba tomada
de la mano hacia el salón que compartíamos. Parecía que la suerte estaba de
nuestra parte, permitiéndonos estar en el mismo salón.
Sentarnos
juntos siempre fue una costumbre.
Estar
juntos en el recreo era nuestra maldita rutina diaria.
Incluso
nos las arreglábamos para pasar juntos los fines de semana.
Los
años pasaban y cuando llegamos al quinto año de primaria, las cosas comenzaron
a cambiar, y al mismo tiempo siguieron siendo lo mismo.
Oficialmente
éramos novios.
Toda
la escuela estaba acostumbrada a vernos juntos.
Éramos
inseparables. Uña y mugre. Chicle y zapato. Pelusa y ombligo.
Nunca
hubo nadie más para nosotros y eso estaba bien.
Porque
juntos vivimos los cambios físicos del cuerpo, juntos nos desarrollamos, tanto
física como emocionalmente. Nos conocíamos de pies a cabeza, de cualquier
humor…cada pensamiento.
Éramos
almas gemelas.
Habíamos
tenido la suerte de encontrarnos desde muy temprana edad.
Nuestros
padres habían llegado a aceptar que no habría manera de separarnos ni de
impedirnos estar juntos.
Era
sí o sí.
No
había otra opción.
Él
siempre cumplió su palabra, nunca me dejó sola.
Siempre
estuvo allí cuando estaba enferma, a mi lado, cuidándome y dándome su atención
y amor.
Soportó
mis cambios de humor.
Me
soportó incluso en esos días donde tenía cólicos indescriptible y mi humor era susceptible.
En esos días siempre estuvo allí. Acariciando mi abdomen con la esperanza de
disminuir mi dolor. Comprándome helado y chocolates. Ignorando mis groserías.
Incluso a veces comprando las toallas sanitarias para mí.
Él
era perfecto.
El
hombre que toda mujer quiere.
Había
sido mío por años, yo había sido de él.
Cuando
cumplimos 13 años, la curiosidad a cerca del sexo nos hiso entregarnos el uno
al otro. Y a pesar de que había sido horrible, yo sintiendo mucho dolor y él eyaculando
dentro de mí, al final me sostuvo y juró nunca volver a intentar tener
relaciones. Dos años después incumplimos el juramento.
Cuando
éramos niños no encontramos sentido al sexo y con una vez lo abandonamos. Pero
con los años se fue haciendo mejor.
Era
algo precoz nuestra relación.
Muchos
dirían que éramos niños.
Pero
era más que eso…éramos dos almas que se complementaban.
Teníamos
planes.
Teníamos
sueños.
Teníamos
esperanzas.
Y
yo lo eché todo por la borda.
No
pude soportar ver a la señora Brooks morir, no cuando la amaba tanto como una
segunda madre, ella era mi suegra, mi amiga.
Maldita
sea, la amaba tanto que no podía quedarme sentada viendo su vida abandonar su
cuerpo lentamente.
Era
una tortura.
Y
Gabriel la iba a enfrentar con la frente en alto.
Él
era fuerte. Siempre lo había sido.
Desde
que su padre los abandonó a ella y a su madre, él se había convertido en el
hombre de la casa.
Pero
todos los planes, sueños y esperanzas él quería posponerlas un año.
Esperaríamos
un año en entrar a la universidad.
Cuidaríamos
de su madre hasta el final.
Seríamos
el soporte de su pequeña familia, conformada solo por él y su madre.
Pero
no pude hacerlo.
Al
principio acepté sin dudar.
No
era algo que a mis padres les gustara pero me apoyaron.
Un
mes después: me fui.
Me
largué como una maldita cobarde.
Dejando
solo una carta atrás. No fui capaz de mirar a Gabriel a la cara.
Él
estaría destrozado…pero viviría sin mí.
Lo
amaba más que a la vida misma…pero una parte de él moría junto con su madre. Y
yo no podía verlos a los dos sufrir.
Que
Dios me condene, yo no pude ser capaz de ver a su madre, una amiga para mí,
morir.
Ahora,
un año después del día en que mi vida perdió sentido, me encontraba recorriendo
los departamentos universitarios que se encontraban a unas calles de la Vanderbilt
University, en Nashville, Texas.
Buscando
a Natalie, mi mejor amiga, que se mudaba con su novio en algún departamento.
Una
anciana caminaba detrás de mí.
Fruncí
el ceño. Llevaba siguiéndome desde unas cuadras atrás.
Caminé
más rápido. Ella aceleró el paso.
Maldita
vieja loca.
———
Niña——llamó ella.
Un
escalofrío recorrió mi espalda.
La
miré sobre mi hombro.
Parecía
una gitana.
Me
parece haber visto un puesto algunas calles atrás, lecturas de mano…tarot…cosas
en las que yo no creía.
———
Niña…necesitas encontrar lo que perdiste——insistió acercándose a mí.
Ok,
me estaba asustando.
Sus
ojos de alguna manera parecían idos.
Maldita
sea.
Solo
eso me podía ocurrir a mí.
Corrí
alejándome de ella. Me siguió.
Sí,
esto estaba mal. Una puerta estaba abierta, la anciana estaba pasos atrás de
mí.
Sin
pensarlo entré al departamento y me escondí detrás de la puerta.
Escuché
atentamente a que sus pasos se alejaran.
Seguía
cerca.
Vieja
loca.
Un
ruido atrajo mi atención hacia el interior del departamento.
Allí.
El
mundo se detuvo.
Saliendo
de un cuarto miniatura, del tamaño de una caja, se encontraba Gabriel.
Con
toda su hermosura cegadora, esos ojos grises hipnotizantes y ese cabello negro
que le daba un aire de chico rudo.
Gabriel.
Parado
frente a mí.
Mi
corazón se comprimió tan dolorosamente que por un momento creí que dejaría de
latir.
Gabriel estaba frente a mí, con un bebé en brazos.
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