Dos semanas después
—¿Y ahora qué? —gruñí a Stefano mientras
lo veía caminar hacia mí.
Había estado en mi casa desde que
salí del hospital, en todo ese tiempo no había visto a Stefano.
Tenía la esperanza de
que…bueno…unos extraterrestres lo hayan secuestrado…una bala lo haya
alcanzado…la tierra se lo haya tragado…que quizá había vuelto a Italia y se
había olvidado de mí…MIERDA, algo, lo que sea.
Pero no…eso sería tener demasiada
suerte.
Stefano me dio esa enorme sonrisa
engreída mientras caminaba hacia mí, con esa manera tan…exasperante y
cautivante que tenía de moverse.
Por si te lo preguntabas…no había
visto a José en ningún momento, secretamente esperaba que sí le hubieran
disparado y que se encontrara a cinco metros bajo tierra en ese mismo momento.
Hey, no me culpen, era una mujer
resentida y al contrario de muchas personas, yo sí guardaba rencor. Y era
vengativa.
—Todo está listo—dijo el sexi
italiano deteniéndose frente a mí.
Oh…bueno…dejando de lado que era
un jodido secuestrador y mafioso…no estaba nada mal. Tenía este cuerpo
musculoso, no exagerado pero sí ideal para que pareciera…natural.
Oh, bueno…ya saben. No parece un
luchador pero si un hombre que trabaja su cuerpo para verse bien. Sexi.
—¿Listo para qué? —. Gruñí
queriendo aventarle a la cabeza algún ladrillo y luego correr lejos de él.
No era buena idea, por
supuesto…teniendo en cuenta que su pandilla y especialmente su tío vendrían
tras mi trasero al segundo de hacerle un daño a su chico de oro.
Quizá podría ser un mero
accidente…
Y aunque la idea era tentadora…no
quería poner mi pellejo en peligro.
No me culpen…bien o mal quería
vivir…ya sabes, el instinto de sobrevivencia nos hacía hacer locuras. Locuras
que no esperábamos hasta ese instante en que nuestra vida estaba en riesgo y de
repente la línea entre el bien y el mal no estaba clara, entonces todo era
aceptable con tal de mantenernos relativamente a salvo.
—Para la boda—. Resopló
haciéndome parecer una tonta. Idiota.
¿Aceptar casarme con ese…pedazo
de sexi hombre maniático? Era mi locura.
Dios santo… ¡¿CASARME…CON…ÉL?!
Jodido Jesús…debía estar más loca
de lo que pensaba. Claro estaba si consideraba la idea de casarme con él como
algo…no tan repugnante.
¡Demándeme! Tenía ojos para
apreciar a semejante psicópata sexi que me quería secuestrar legalmente a
través de un matrimonio no-forzado a punta de pistola.
Tragué saliva porque honestamente,
solo era una chica de 18 años que
siempre había tenido miedo a la delincuencia y a todo lo que conlleva un tipo
de violencia. Suponía que era cierto lo que dicen, malos pensamientos atraen malas
vibras y malos momentos.
¿Yo? Al parecer había atraído una
enorme bola de mierda, adornada con mafiosos locos.
Sin querer, mis ojos se llenaron
de lágrimas, porque había perdido mi vida, había perdido mis sueños, había
perdido mi familia… ¿Y qué había ganado a cambio? Un “marido” que se dedicaba a
la mafia.
Buena broma del destino.
Unos brazos me rodearon sin darme
cuenta.
—¿Por qué siquiera te importa que
esté llorando, Ross? —. Gruñí contra su pecho, muy a mi pesar, sintiéndome un
poco reconfortada porque al menos mi “no-secuestrado, sí-futuro-marido” tenía
un poco de corazón.
Sus brazos me apretaron
fuertemente, dejé escapar un quejido doloroso, pero él me ignoró. Bueno,
retiraba lo dicho, quizá el italiano no era tan consiente del dolor de otras
personas, o quizá lo ignoraba.
—Porque sí, porque no pienso
dejar que te maten por una tontería de mi tío—. Susurró y me soltó.
—Está bien, gracias.
Stefano me dio una especia de sonrisa ladeada que me
puso nerviosa, después tomó mi mano y me acercó nuevamente a él: —Mientras
estés conmigo, nadie puede hacerte daño.
Sí, claro, ¿Pero qué si no quería
estar a su lado?
*****
¿Quién sabía que casarse era algo
tan sencillo de hacer?
Todo el mundo habla sobre el
miedo al matrimonio y a casarse, cuando la verdad es que era algo más sencillo
que hacer, de lo que tardarías haciendo un trámite legal.
5 minutos o menos.
En cinco minutos como máximo,
todo había quedado legalmente establecido, Stefano y yo éramos “marido y mujer”
según las leyes. Todo había sido cuestión de entrar, escuchar lo que decía el
juez, firmar y salir, y así como así era su “esposa” para bien y para mal (más
para mal que para bien).
Lo difícil fue enfrentar el beso
que me dio Stefano, con la indecisión de apartarme o pedirle que no dejara de
besarme. ¿Estocolmo, dónde?
Como sea, enfrentarme al beso no
fue tan difícil, como lo fue escuchar todos los aullidos y vítores de
felicitaciones que hacía toda su pandilla. Porque claro, sus compañeros
mafiosos y familiares no podían perderse el momento. Y quizá ver la duda en los
ojos de mis padres y la tristeza, lo hiZo casi imposible.
—Sonríe—. Gruñó Stefano al verme
con los ojos llorosos.
Negué con la cabeza. Él quería un
espectáculo, un espectáculo tendría.
Rodeé sus mejillas con mis manos
y me puse de puntillas, uní nuestros labios, negándome a soltarlo. En un
segundo todo pasó a segundo plano, todo menos el sentir los labios, cálidos e
insistentes de Ross. Sus manos rodearon mi cintura, acercándome contra él,
hasta el punto que podía sentir cada parte de su cuerpo.
Química.
Debía de ser cuestión de química
la manera en que mi cuerpo reaccionaba al suyo, porque si fuera por decisión
propia, jamás lo desearía. Asustada por enfrentar a la traición de mi cuerpo,
lo alejé lo más rápidamente posible. Sentía que me faltaba el aire, y no podía
quitar la sensación de pánico que me invadía.
Los ojos de Ross se endurecieron.
—Tenemos un vuelo que tomar—.
Apuró a todo el mundo.
La corta despedida a mis padres
fue dolorosa, de cierta manera sentía que era la última vez que los vería y yo
solo quería…quería que fuera como si estuviera muerta. No quería que me
extrañaran, no quería que sufrieran…por lo que me marché sin más. Sin promesas
de comunicación, sin nada.
*****
El viaje en carro hacia el aeropuerto
fue más lento de lo que esperé, o así me pareció. Antes de llegar, nos
detuvimos en plena carretera, tomando un desvío hacia un terrero de sembradío.
—¿Qué?
—Un regalo de bodas—. Explicó
Stefano.
Tragué saliva torpemente, eso no
sonaba nada bien.
En cámara lenta vi lo sucedido,
el auto se detuvo, frente a nosotros habían tres camionetas estacionada y un
montón de hombres, nuestros invitados de la boda, estaban parados en un medio
círculo, en el centro estaba…José.
Un hombre mayor, con pelo canoso
y de aspecto flaco y huesudo, lo sostenía por el pelo, con un cuchillo
presionado contra la garganta. Un pequeño hilo de sangre escurría desde el
punto donde el metal cortaba y se perdía en su camisa.
Mis pies se detuvieron en medio
camino.
—¿Qué está pasando? —. Susurré
histérica a Stefano, quien sostenía mi mano firmemente, en un agarre de hierro.
Me obligó a mirarlo a los ojos,
su aspecto era mortalmente serio: —Pase lo que pase, no hagas nada, no digas
nada. ¿Entendido?
Creo que asentí, realmente no lo
recuerdo.
—Nadie, absolutamente nadie hace
daño a nuestra familia y sale indemne de ello—dijo el viejo señor Baricco, el
tío de Stefano, antes de deslizar el cuchillo por la garganta de José, de lado
a lado, un sonido de balbuceo salió de él y su cuerpo terminó en el suelo
torpemente, la sangre se acumulaba bajo él y se expandía en un charco
escarlata—. Bienvenida a la familia, Soledad.
Y por supuesto que capté el
mensaje sarcástico de sus palabras.
No creo que pudiera
olvidarlo jamás.
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